lunes, 5 de diciembre de 2011

Morir, resucitar, morir

Aire que los pulmones no respiran. Duele. Veneno convertido en sangre, mató órganos, mata el corazón. Soga al cuello invisible, tortura vehemente. Extírpense los ojos y oídos para no ver más injusticias, ni escuchar tanta hipocresía. Balas, balas que se disparan, que se introducen en cerebros hartos de pensar y cuestionarse. Que se introducen en estómagos podridos y retuercen lentamente. Y es que cuando te disparan sangras, sangras mucho, se entumecen tus piernas, te pesan los párpados y después, a veces, mueres.

Pero cuando no mueres, resucitas. Vives para existir. Escuchar aquello que no escuchaste, decir aquello que jamás dijiste. Respirar, experimentar. Recomponer el corazón. Ganar tiempo, quizás minutos, quizás décadas. Acertar. Equivocarse. Abandonar el raciocinio, dejarse llevar. Amar, desmesuradamente incluso.

Y de nuevo morir, sentir entumecimiento en tus piernas y pesadez en tus parpados, exhalar tu último aliento, pero esta vez con la certeza de que llenaste de vida cada segundo que tuviste. Y una vez esto, viene el silencio y con él, la paz.




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